La desgastada hoja descansaba envainada sobre una mesa en mi departamento. Una tarde entró un asaltante a mi casa, solo atiné a quedarme quieta y en silencio, mientras el hombre trataba de atarme a una silla. Yo tenía la vista fija en la mesa donde descansaba la vieja daga, para no mirarle la cara al delincuente. Entonces fue cuando la carcomida hoja, desgastada por el tiempo y el uso, comenzó lentamente a moverse y salir de la vaina, en silencio y con sigilo. Lentamente se colocó de punta y con un movimiento rápido, aprendido a través de los siglos de lucha, se clavó en el pecho del hombre. Yo sentí que el hombre gritaba, mientras la hoja limpia, sin manchas, regresaba a su vaina que la esperaba. El asaltante cayó al suelo. Yo temblaba.
Inés María Cabrera
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