viernes, 22 de mayo de 2015

Hombre armado

Fue una tormenta rápida en un otoño caluroso. Las grandes nubes oscuras recorrieron el cielo del anochecer de sur a norte, mientras que otras, más bajas y blanquecinas llegaron desde el este con olor a rio. Empezó a llover y luego a diluviar. Yo no llevaba conmigo un paraguas, porque había salido cuando el sol aun brillaba. No tenia donde guarecerme en ese barrio de casas bajas y pequeños jardines en los frentes. Me quede en la parada del colectivo, tratando de protegerme debajo de un raquítico árbol que el viento sacudía y sus hojas cargadas de agua me salpicaban agitadas por el viento. El colectivo no llegaba. De pronto alguien se paro detrás mío. Me di vuelta espantada por el temor a los frecuentes asaltos y lo mire. El hombre tenía puesta una campera oscura y cubría su cabeza con la capucha, por lo que apenas pude verle la cara. El hombre, de aspecto corpulento, miro fijo mi cara de terror y sin decir una palabra me cubrió con el paraguas negro que llevaba. Me quede quieta sin decir una palabra. Sentía pánico y no me movía por temor a desencadenar algún acto de violencia por parte del hombre. Con alivio vi venir doblando por la esquina a mi colectivo. Lo llame parándome en medio de la calle debajo de la lluvia, mientras el hombre cerraba su paraguas. ¿Subirá? me pregunte angustiada. Si, lo hizo. Subí y me senté cerca del conductor, sin mirarlo mientras el caminaba por el pasillo.  Se acomodo en los asientos del fondo del colectivo, que iba casi vacío. Temblando, me puse a mirar por la empañada ventanilla el paso de las cuadras. Al subir se le adhirió la campera en la espalda y distinguí el bulto de un arma en su cintura. Es un criminal. No tengo dudas.

El colectivero estaba cansado. Muchas horas manejando con esa lluvia desgastaban a cualquiera. Le dolía la espalda y estaba pensando que todavía le quedaba un recorrido completo por cumplir para poder volver a su casa. Que cara de estúpida tenia la chica que subió en la parada anterior, pensó. Ni que la fueran a secuestrar. El pobre tipo la tapaba con el paraguas para que no se empapara y la tarada lejos de darle las gracias ponía cara de descompuesta. Daba pena verla por el espejo haciéndose la distraída y tratando de ver si el tipo bajaba o seguía sentado. Como si   el tipo le estuviera dando bolilla. El pobre estaba tratando  secarse un poco la campera con un pañuelo. Yo lo conozco, sube siempre a esta hora cuando termina la guardia. Hay cada mujer histérica, yo no  las soporto, siguió pensando el colectivero mientras pegaba una frenada y maldecía su dolor de espalda.

Estoy empapado, y todavía tengo que pasar por la Comisaria para entregar el arma y el radio. Menos mal que pude cambiarme el uniforme empapado en casa. A esta tarada la conozco del barrio de la comisaria. Tiene un negocio de librería a dos cuadras, me ha tocado más de una vez la custodia de la cuadra. Pero es indudable que no tiene la menor idea de quién soy. Parece mentira que si uno trata de ser amable lo tomen por un asesino y que tampoco se tomen la molestia de registrar quien  se juega la vida en cada custodia para evitar que los asalten,  y eso que he recorrido su cuadra durante horas.

Seguramente va a bajar en la misma parada que yo. Voy a aterrarla un poco más se lo tiene ganado. Ahí baja.  Acá voy yo, el asesino a sueldo. Listo, abro el paraguas y la vuelvo a cubrir. Creo que se ha puesto a llorar. Ahora corre desesperada. Que siga corriendo, yo doblo en esta esquina. Buenas noches.

Ella llego temblando a su negocio, convencida de haber corrido un riesgo de muerte. No podía dejar de temblar, aunque tuvo la impresión que a ese hombre lo conocía de algún lado.

El colectivero siguió su ruta pensando que hay mujeres que no tienen remedio, y sin querer pensó en su esposa.

El policía se dirigió a su comisaria, pero no podía evitar sentir una cierta amargura mientras la lluvia seguía cayendo.

María Inés Cabrera


martes, 12 de mayo de 2015

Hombre solitario

No era un solitario, pero disfrutaba de la soledad. Casi siempre, lograba descubrir lugares interesantes donde otros no los veían y los dejaban pasar indiferentes. Tenía esa particular habilidad. Recorriendo los mapas, había descubierto la existencia de una laguna oscura nacida de los deshielos en lo alto de una montaña del Sur, bastante alta y difícil de escalar. Sintió el llamado del silencio y la soledad y, como siempre, emprendió el camino con muy poco equipo. Eso formaba parte del placer que sentía al arriesgarse.

Comenzó la caminata en una soleada mañana de verano. Cruzo una tranquera y comenzó a caminar por el polvoriento sendero rodeado de altos arboles cuyas copas se agitaban con el viento. Entre las resquebrajadas hojas, el cielo celeste aparecía velado por altas y transparente nubes. Al cabo de unas horas el camino dejo de ser polvoriento y se transformo en grupos de grandes piedras desordenadas que había que sortear y escalar. El  silencio, solo acompañado por el  murmullo del viento, lo hacía sentir feliz. Era la gran soledad que había buscado.

Entre los grises apareció la laguna oscura, casi negra, rodeada de piedras y de los restos blanquecinos de los hielos del invierno navegando sobre las aguas temblorosas. Se sentó cansado sobre una de ellas, al borde del agua helada. Se saco las zapatillas y sumergió en ella unos instantes sus pies doloridos. Luego se extendió sobre una roca y disfruto del cielo y la soledad. Sus pensamientos corrían apacibles dentro de su mundo interior. El sol lo entibiaba. En ese momento fue cuando escucho los gritos de la mujer pidiendo auxilio. Dudo en levantarse de su cama de piedra, dudo en dejar perdidos sus pensamientos, pero con fastidio se puso de pie. A lo lejos vio una pareja. El estaba en el suelo  tirado al pie de una roca y ella agitaba los brazos en su dirección. ¿Lo habrían visto?

Sintió que habían roto su soledad, que sin autorizarlos habían intervenido en su vida.ran unos extraños. Y la tentación fue abriéndose paso en su mente. ¿Por qué tengo que ir en su ayuda? Yo no busque a nadie, no los necesito, no los quiero, me molestan. Quiero ignorarlos.

 Sin embargo, lentamente se encamino hacia ellos. Si, iba a cumplir con su deber de ayudarlos.  Iban a agradecerle  su auxilio, el iba a cumplir con las reglas de los montañistas, pero ellos nunca sabrían que él, el solitario, los detestaba y que en su fuero interno los hubiera dejado librados a su suerte entre las piedras porque se habían atrevido a ingresar en la soledad de su alma. Estaba representando su papel de buena persona, pero el sabia que en su interior, estaba guardado el reflejo de las aguas profundas, oscuras e impiadosas de la laguna como la parte secreta de sí mismo.


Inés María Cabrera



viernes, 17 de abril de 2015

El ascensor

Salió de la oficina cuando ya anochecía y camino hacia las calles empedradas. Se detuvo frente a una pesada puerta de hierro forjado, abrió su cartera y saco una llave. Cuando la estaba empujando y entraba al hall de entrada apenas iluminado de la vieja casa de departamentos, se pregunto qué estaba haciendo allí un viernes a la noche. Fue un pensamiento indeseado que la inquieto. Se detuvo frente a la puerta enrejada del ascensor y espero un momento antes de abrirla. Sus oscuros pensamientos se reflejaron en su cara.

No vale la pena seguir con esta relación, tengo mi vida ordenada, una situación personal medianamente estable y conveniente con el director de la empresa, muy buenas perspectivas de progresar en mi trabajo y me he metido en una aventura sin futuro con un pintor callejero que no sabe qué hacer con el desorden de su vida, se deslizaron sus pensamientos,  con su mano sobre el picaporte del ascensor.

Pero, sin darse cuenta, sonrió cuando recordó al pintor y los momentos que pasaron juntos. No tuvo conciencia que su sonrisa fue plena, feliz.

¿Qué hago aquí? Volvió a preguntarse mientras entraba en el ascensor y se miraba en el espejo de bordes biselados de la pequeña caja de madera. Comprendió en ese momento que solo tenía dos alternativas, el juego se acababa y tenía que apostar.

Tuvo que reconocer que esperaba demasiado ansiosamente el fin de semana en que quedaba en libertad, cuando el director desaparecía para ocuparse de su organizada familia. Antes de conocer al pintor esa libertad le resultaba una dolorosa derrota semanal, pero ahora se había transformado en un verdadero alivio.

Movió su mano hacia el tablero para marcar el piso, pero la bajo.

Se volvió a mirar en el espejo biselado del ascensor y se vio sin poder evitarlo, sin desearlo, envejecida, transformada en una figura gris, caminando cansada por la calle empedrada, empujando sin fuerzas la pesada puerta de entrada, impregnada por el persistente olor a humedad que nacía de las descascaradas paredes.

Bajo la cabeza, cerró la puerta del ascensor y camino hacia la puerta de entrada. La abrió, la sostuvo con una mano con esfuerzo y con la otra mano dejo en el antiguo casillero de madera para recibir las cartas de cada departamento, la llave del piso quinto B.

Saco su mano de la puerta de entrada y dejo que esta se cerrara con fuerza.

Había apostado. También supo que en el casillero, inútil ahora,  había dejado olvidada su sonrisa.

Inés María Cabrera


lunes, 30 de marzo de 2015

Alas.

Cuando no tenía alas había menos posibilidades de que me atraparan con una red y de ser perseguida por mi belleza. No presumía colores hermosos y la gente en el parque no me señalaba admirando el diseño de mi vestimenta. Pasaba desapercibida y vivir era más sencillo. Quisiera regresar el tiempo, regresar estas absurdas alas. Quisiera tomar decisiones distintas a las que se espera en alguien de mi condición, volver al capullo y ser libre otra vez.

Andrea Torres


sábado, 28 de marzo de 2015

El rebenque

El muchacho y la chica estaban sentados sobre una piedra gris a orillas del gran lago. Miraban el reflejo del sol en el  agua transparente temblorosa por el viento que soplaba desde el oeste. Estaban tomados de la mano. Luego él pasó su brazo sobre los hombros de ella que inclinó su cabeza hacia él.

El hombre montaba un caballo de pelaje marrón que brillaba bajo el sol. Lo llevaba con una elegancia un poco anticuada por el angosto camino de tierra reseca  bordeando el lago. Las riendas las sostenía con su mano izquierda, la derecha descansaba lánguidamente sobre uno de los extremos del rebenque apoyado verticalmente sobre la montura. El sombrero dejaba ver el pelo entrecano, sus grandes y tupidos bigotes enmarcaban su cara taciturna y señorial. Miraba lentamente a derecha e izquierda con aparente indiferencia, pero también con la autoridad de un patrón de estancia.

Los chicos recién lo vieron cuando ya estaba cerca. Ellos estaban distraídos mirándose y riendo. El sacó el brazo del hombro de ella y se puso de pié respetuosamente. Ella permaneció sentada.

-Buenas tardes, señor-dijo el muchacho.

La chica movió los labios casi imperceptiblemente para decir un tímido buenas tardes, mientras  miraba el suelo pedregoso.

­-Buena tardes-les respondió el hombre a caballo ceremoniosamente.

El continuó su lenta  marcha por el largo camino de tierra. Nada se había modificado en su andar, en su altiva postura indiferente, salvo que la lánguida mano que descansaba sobre la extraña forma de llevar el rebenque vertical, se había crispado angustiada en silencio. Había comprendido que a él, el tiempo implacable, no le daba posibilidades de ganar la partida.

Inés María Cabrera


sábado, 14 de febrero de 2015

Muso inspirador

El doctor J. E debió renunciar a su cargo de asesor legal en el Congreso cuando su esposa Carla escribió, detalló y hasta editó, con pelos y señales, las palizas que antaño él le propinara.
El grueso volumen fue best-seller, y Carla empezó a pucherear como Dios manda.

El doctor J. E no pudo desde entonces conseguir digno trabajo. Pero en cambio ganó un juicio imposible sobre estímulo creativo y propiedad de textos.

Ahora comparte con Carla los derechos de autor.

Marta Nos

martes, 27 de enero de 2015

Mientras

Mientras suena el despertador se levanta apurado, mientras toma un café apurado lee el diario, mientras corre a su oficina no ve los jacarandos florecidos en lila, mientras usa su computadora no ve a sus compañeros solo esta frente a su monitor, mientras almuerza escribe en su celular y no sabe que ha comido, mientras regresa a su casa no ve el rojizo atardecer de primavera, mientras se baña y se acuesta no ve su vida.

Ines Maria Cabrera


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