Parecía imposible, pero Elvis se encontraba allí, delante de mí, haciendo cola en la caja de aquel supermercado. Aunque iba camuflado con
unas gafas de sol y una enorme barba gris, hubiera reconocido su rostro
incluso bajo un pasamontañas. Le seguí hasta los aparcamientos y, mientras vaciaba el carro de la compra en su maletero, lo abordé.
Naturalmente, negó ser Elvis, pero yo le arranqué la barba de un tirón.
Como imaginaba, era postiza. "Entonces, no es una leyenda", exclamé.
"¡Estás vivo!" Esa noche bebimos hasta hartarnos. Elvis lo pasó en grande,
e incluso interpretó algunos compases de Love me tender, aunque, por
la edad, ya desafinaba un poco. Cuando empezó a amanecer, me mostró
una navaja medio oxidada que guardaba en su cazadora y me pidió disculpas por tener que matarme, ya que -explicó- necesitaba salvaguardar
su incógnito. Le aseguré que lo comprendía, y que, para mí, el haber
compartido una velada con él ya justificaba toda una vida. Mi cadáver se
pudre ahora en una solitaria cuneta de Oregón, es cierto, pero cuántos
querrían haber estado en mi lugar.
Manuel Moyano
Fuente: http://bit.ly/12HhD6f
No hay comentarios:
Publicar un comentario