miércoles, 30 de julio de 2014

Las ciudades y el deseo

Al cabo de tres jornadas, andando hacia el sur, el hombre se encuentra en Anastasia, ciudad bañada por canales concéntricos y en cuyo cielo planean cometas. Debería ahora enumerar las mercancías que se compran a buen precio: ágata ónix crisopacio y otras variedades de calcedonia; alabar la carne de faisán dorado que se asa sobre la llama de leña de cerezo estacionada, y espolvoreada con mucho orégano; hablar de las mujeres que he visto bañarse en el estanque de un jardín y que a veces -así cuentan- invitan al viajero a desvestirse con ellas y a perseguirlas en el agua. Pero con estas noticias no te diré la verdadera esencia de la ciudad: porque mientras la descripción de Anastasia no hace sino despertar los deseos, uno tras otro, para obligarte a ahogarlos, a quien se encuentra una mañana en medio de Anastasia los deseos se le despiertan todos juntos y lo rodean. La ciudad se te aparece como un todo en el que ningún deseo se pierde y del que tú formas parte, y como ella goza de todo lo que tú no gozas, no te queda sino habitar ese deseo y contentarte. Tal poder, que a veces dicen maligno, a veces benigno, tiene Anastasia, ciudad engañosa: si durante ocho horas al día trabajas tallando ágatas ónices crisopacios, tu afán que da formas al deseo toma el deseo su forma y crees que gozas de toda Anastasia cuando sólo eres su esclavo.

Italo Calvino


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