lunes, 24 de febrero de 2014

Como cada domingo

Hay algo que me sorprende mucho del dueño de los dedos que me toman del mango, y es su capacidad de disfrutar lo que hace conmigo cada amanecer del domingo. Siempre es igual. Después del acto los dos esperamos a oscuras, inmóviles, a que los primeros rayos del sol que entran por la pequeña ventana del baño iluminen y transformen de tono la sangre que yace, aún tibia, sobre el mármol blanco. Yo siempre espero inquieto a que llegue el momento en que me necesite, y él espera sentado, quieto, sobre la tasa del baño, escuchando el silencio que solo puede apreciar después de los gritos. Así como un hombre que termina de rezar espera a que Dios le conceda su más grande deseo, mi dueño espera a que esta vez el sol sí le enseñe algo más acerca de ese líquido vital. Pero apenas la sangre es asaltada por un pequeño rayo de luz y observo cómo él se levanta hirviendo en ira, mientras balbucea cosas que solo una bestia mítica entendería. Entonces un mar espeso de jabón, jergas y cabellos surcan el piso. Lo del cuerpo tirado es lo de menos, es la sangre lo que a él le interesa. Y es lo que hace conmigo al final lo que disfruta más. Es el sonido de mis cerdas arrancando la sangre que se aferra a las hendiduras entre pieza y pieza del mármol. Son esos cráteres casi invisibles, esas burbujas microscópicas de cemento que se llenan de sangre las que mis cerdas deben alcanzar para limpiar por completo, con cuidado, cada surco, nada sucio, matar el rojo por completo, que sólo quede el blanco aséptico y el olor a cloro. Cuando está todo listo él suspira hondo y observa el baño por unos segundos. Sonríe, entonces yo sé que es el momento de regresar a ese vaso transparente en la orilla de la ventana, y esperar a que la próxima semana él me tome del mango con sus dedos y le de sentido a mi existir.

Paulina Treviño



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