Ejerciendo de médico en las tierras del Norte, fui reclamado cierta
noche de tormenta para atender un parto. En aquel lugar dejado de la
Providencia se han visto muchas cosas extrañas, y no me sorprendió que
el recién nacido tuviera cabeza de becerro. Recomendé ahogarlo con un
almohadón, pero a los padres les faltó valor. El varón creció y, mucho
tiempo después, habiendo ya cumplido los quince años, vino a visitarme.
Me llamaba "buen doctor", pero había en sus palabras un velo de amarga ironía. Yo no podía apartar la vista de sus astas de toro. "He sabido por
mis padres que usted les aconsejó matarme", dijo. "Así es", respondí con
todo el aplomo de que fui capaz, pues temía que su propósito fuera vengarse por ello. "Debieron hacerle caso", fue lo único que le oí mugir mientras abandonaba mi consulta. Luego supe que, antes de venir a verme,
había corneado a sus progenitores hasta la muerte. También me dijeron
que huyó al monte, y que allí construyó una casa de largas e intrincadas
galerías para recluirse en su interior. Pero ésa es otra historia.
Manuel Moyano
Fuente: http://bit.ly/12HhD6f
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